lunes, 1 de diciembre de 2014

Cuento: EL último viaje del buque Fantasma

EL ÚLTIMO VIAJE DEL BUQUE FANTASMA - 1968




PDF: El último viaje del buque fantasma

Ahora van a ver quién soy yo, se dijo, con su nuevo vozarrón de hombre,
muchos años después que viera por primera vez el trasatlántico inmenso,

sin luces y sin ruidos, que una noche pasó frente al pueblo como un gran
palacio deshabitado, más largo que todo el pueblo y mucho más alto que la
torre de su iglesia, y siguió navegando en tinieblas hacia la ciudad colonial
fortificada contra los bucaneros al otro lado de la bahía, con su antiguo
puerto negrero y el faro giratorio cuyas lúgubres aspas de luz, cada quince
segundos, transfiguraban el pueblo en un campamento lunar de casas fosforescentes y calles de desiertos volcánicos, y aunque él era entonces un
niño sin vozarrón de hombre pero con permiso de su madre para escuchar
hasta muy tarde en la playa las arpas nocturnas del viento, aún podía recordar como si lo estuviera viendo que el trasatlántico desaparecía cuando
la luz del faro le daba en el flanco y volvía a aparecer cuando la luz acababa
de pasar, de modo que era un buque intermitente que iba apareciendo y
desapareciendo hacia la entrada de la bahía, buscando con tanteos de sonámbulo las boyas que señalaban el canal del puerto, hasta que algo debió
fallar en sus agujas de orientación, porque derivó hacia los escollos, tropezó, saltó en pedazos y se hundió sin un solo ruido, aunque semejante encontronazo con los arrecifes era para producir un fragor de hierros y una
explosión de máquinas que helaran de pavor a los dragones más dormidos
en la selva prehistórica que empezaba en las últimas calles de la ciudad y
terminaba en el otro lado del mundo, así que él mismo creyó que era un
sueño, sobre todo al día siguiente, cuando vio el acuario radiante de la bahía, el desorden de colores de las barracas de los negros en las colinas del
puerto, las goletas de los contrabandistas de las Guayanas recibiendo su
cargamento de loros inocentes con el buche lleno de diamantes, pensó, me
dormí contando las estrellas y soñé con ese barco enorme, claro, quedó tan
convencido que no se lo contó a nadie ni volvió a acordarse de la visión
hasta la misma noche del marzo siguiente, cuando andaba buscando celajes
de delfines en el mar y lo que encontró fue el trasatlántico ilusorio, sombrío,
intermitente, con el mismo destino equivocado de la primera vez, sólo que  166
él estaba entonces tan seguro de estar despierto que corrió a contárselo a
su madre, y ella pasó tres semanas gimiendo de desilusión, porque se te
está pudriendo el seso de tanto andar al revés, durmiendo de día y aventurando de noche como la gente de mala vida, y como tuvo que ir a la ciudad
por esos días en busca de algo cómodo en que sentarse a pensar en el marido muerto, pues a su mecedor se le habían gastado las balanzas en once
años de viudez, aprovechó la ocasión para pedirle al hombre del bote que
se fuera por los arrecifes de modo que el hijo pudiera ver lo que en efecto
vio en la vidriera del mar, los amores de las mantarayas en primaveras de
esponjas, los pargos rosáceos y las corvinas azules zambulléndose en los
pozos de aguas más tiernas que había dentro de las aguas, y hasta las cabelleras errantes de los ahogados de algún naufragio colonial, pero ni rastros de trasatlánticos hundidos ni qué niño muerto, y sin embargo, él siguió
tan emperrado que su madre prometió acompañarlo en la vigilia del marzo
próximo, seguro, sin saber que ya lo único seguro que había en su porvenir
era una poltrona de los tiempos de Francis Drake que compró en un remate
de turcos, en la cual se sentó a descansar aquella misma noche, suspirando, mi pobre Holofernes, si vieras lo bien que se piensa en ti sobre estos
forros de terciopelo y con estos brocados de catafalco de reina, pero mientras más evocaba al marido muerto más le borboritaba y se le volvía de
chocolate la sangre en el corazón, como si en vez de estar sentada estuviera corriendo, empapada de escalofríos y con la respiración llena de tierra,
hasta que él volvió en la madrugad a  y  la encontró muerta en  la poltrona ,
todavía caliente pero ya medio podrida como los picados de culebra, lo
mismo que les ocurrió después a otras cuatro señoras, antes que tiraran en
el mar la poltrona asesina, muy lejos, donde no le hicieran mal a nadie,
pues la habían usado tanto a través de los siglos que se le había gastado la
facultad de producir descanso, de modo que él tuvo que acostumbrarse a
su miserable rutina de huérfano, señalado por todos como el hijo de la viuda que llevó al pueblo el trono de la desgracia, viviendo no tanto de la caridad pública como del pescado que se robaba en los botes, mientras la voz
se le iba volviendo de bramante y sin acordarse más de sus visiones de antaño hasta otra noche de marzo en que miró por casualidad hacia el mar, y
de pronto, madre mía, ahí está, la descomunal ballena de amianto, la bestia
berraca, vengan a verlo, gritaba enloquecido, vengan a verlo, promoviendo
tal alboroto de ladridos de perros y pánicos de mujer, que hasta los hombres más viejos se acordaron de los espantos de sus bisabuelos y se metieron debajo de la cama creyendo que había vuelto William Dampier, pero los
que se echaron a la calle no se tomaron el trabajo de ver el aparato inverosímil que en aquel instante volvía a perder el oriente y se desbarataba en el
desastre anual, sino que lo contramataron a golpes y lo dejaron tan mal  167
torcido que entonces fue cuando él se dijo, babeando de rabia, ahora van a
ver quién soy yo, pero se cuidó de no compartir con nadie su determinación
sino que pasó el año entero con la idea fija, ahora van a ver quién soy yo,
esperando que fuera otra vez la víspera de las apariciones para hacer lo que
hizo, ya está, se robó un bote, atravesó la bahía y pasó la tarde esperando
su hora grande en los vericuetos del puerto negrero, entre la salsamuera
humana del Caribe, pero tan absorto en su aventura que no se detuvo como siempre frente a las tiendas de los hindúes a ver los mandarines de
marfil tallados en el colmillo entero del elefante, ni se burló de los negros
holandeses en sus velocípedos ortopédicos, ni se asustó como otras veces
con los malayos de piel de cobra que le habían dado la vuelta al mundo
cautivados por la quimera de una fonda secreta donde vendían filetes de
brasileras al carbón, porque no se dio cuenta de nada mientras la noche no
se le vino encima con todo el peso de las estrellas y la selva exhaló una fragancia dulce de gardenias y salamandras podridas, y ya estaba él remando
en el bote robado hacia la entrada de la bahía, con la lámpara apagada para
no alborotar a los policías del resguardo, idealizado cada quince segundos
por el aletazo verde del faro y otra vez vuelto humano por la oscuridad, sabiendo que andaba cerca de las boyas que señalaban el canal del puerto no
sólo porque viera cada vez más intenso su fulgor opresivo sino porque la
respiración del agua se iba volviendo triste, y así remaba tan ensimismado
que no supo de dónde le llegó de pronto un pavoroso aliento de tiburón ni
por qué la noche se hizo densa como si las estrellas se hubieran muerto de
repente, y era que el trasatlántico estaba allí con todo su tamaño inconcebible, madre, más grande que cualquier otra cosa grande en el mundo y
más oscuro que cualquier otra cosa oscura de la tierra o del agua, trescientas mil toneladas de olor de tiburón pasando tan cerca del bote que él podía
ver las costuras del precipicio de acero, sin una sola luz en los infinitos ojos
de buey, sin un suspiro en las máquinas, sin un alma, y llevando consigo su
pro pi o ám bit o d e  s ilen ci o , s u pro pi o  ci el o va cí o , s u pro pi o  air e muert o , s u
tiempo parado, su mar errante en el que flotaba un mundo entero de animales ahogados, y de pronto todo aquello desapareció con el lamparazo del
faro y por un instante volvió a ser el Caribe diáfano, la noche de marzo, el
aire cotidiano de los pelícanos, de modo que él se quedó solo entre las boyas, sin saber qué hacer, preguntándose asombrado si de veras no estaría
soñando despierto, no sólo ahora sino también las otras veces, pero apenas
acababa de preguntárselo cuando un soplo de misterio fue apagando las
boyas desde la primera hasta la última, así que cuando pasó la claridad del
faro el trasatlántico volvió a aparecer y ya tenía las brújulas extraviadas,
acaso sin saber siquiera en qué lugar de la mar océana se encontraba, buscando a tientas el canal invisible pero en realidad derivando hacia los esco- 168
llos, hasta que él tuvo la revelación abrumadora que aquel percance de las
boyas era la última clave del encantamiento, y encendió la lámpara del bote, una mínima lucecita roja que no tenía por qué alarmar a nadie en los
minaretes del resguardo, pero que debió ser para el piloto como un sol
oriental, porque gracias a ella el trasatlántico corrigió su horizonte y entró
por la puerta grande del canal en una maniobra de resurrección feliz, y entonces todas sus luces se encendieron al mismo tiempo, las calderas volvieron a resollar, se prendieron las estrellas en su cielo y los cadáveres de los
animales se fueron al fondo, y había un estrépito de platos y una fragancia
de salsa de laurel en las cocinas, y se oía el bombardino de la orquesta en
las cubiertas de luna y el tumtum de las arterias de los enamorados de alta
mar en la penumbra de los camarotes, pero él llevaba todavía tanta rabia
atrasada que no se dejó aturdir por la emoción ni amedrentar por el prodigio, sino que se dijo con más decisión que nunca que ahora van a ver quién
soy yo, carajo, ahora lo van a ver, y en vez de hacerse a un lado para que
no lo embistiera aquella máquina colosal empezó a remar delante de ella,
porque ahora sí van a saber quién soy yo, y siguió orientando el buque con
la lámpara hasta que estuvo tan seguro de su obediencia que lo obligó a
descorregir de nuevo el rumbo de los muelles, lo sacó del canal invisible y
se lo llevó de cabestro como si fuera un cordero de mar hacia las luces del
pueblo dormido, un barco vivo e invulnerable a los haces del faro que ahora
no lo invisibilizaban sino que lo volvían de aluminio cada quince segundos, y
allá empezaban a definirse las cruces de la iglesia, la miseria de las casas,
la ilusión, y todavía el trasatlántico iba detrás de él, siguiéndolo con todo lo
que llevaba dentro, su capitán dormido del lado del corazón, los toros de lidia en la nieve de sus despensas, el enfermo solitario en su hospital, el
agua huérfana de sus cisternas, el piloto irredento que debió confundir los
farallones con los muelles porque en aquel instante reventó el bramido descomunal de la sirena, una vez, y él quedó ensopado por el aguacero de vapor que le cayó encima, otra vez, y el bote ajeno estuvo a punto de zozobrar, y otra vez, pero ya era demasiado tarde, porque ahí estaban los caracoles de la orilla, las piedras de la calle, las puertas de los incrédulos, el
pueblo entero iluminado por las mismas luces del trasatlántico despavorido,
y él apenas tuvo tiempo de apartarse para darle paso al cataclismo, gritando en medio de la conmoción, ahí lo tienen, cabrones, un segundo antes
que el tremendo casco de acero descuartizara la tierra y se oyera el estropicio nítido de las noventa mil quinientas copas de champaña que se rompieron una tras otra desde la proa hasta la popa, y entonces se hizo la luz,
y ya no fue más la madrugada de marzo sino el medio día de un miércoles
radiante, y él pudo darse el gusto de ver a los incrédulos contemplando con
la boca abierta el trasatlántico más grande de este mundo y del otro enca-llado frente a la iglesia, más blanco que todo, veinte veces más alto que la
torre y como noventa y siete veces más largo que el pueblo, con el nombre
grabado en letras de hierro, halalcsillag, y todavía, chorreando por sus flancos las aguas antiguas y lánguidas de los mares de la muerte.


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